El precio de sus engaños.

 




Rebeca maldijo las gotas de café que, con una indolencia cruel, se precipitaron sobre la nota de Manuel. Al colgar su abrigo negro en la silla del comedor, los ecos de las voces de sus cuñadas aún resonaban en sus oídos, ya desgastados por el bullicio de una ciudad que nunca duerme. No lograba comprender; lo sucedido no era más que una manifestación de afecto. "Dije que lo amaba", se repitió, intentando arrancarse una culpa que exigía, más bien, una mutilación del alma. Quizás aquella nota podría ofrecerle una explicación, una respuesta que ansiaba y temía descubrir al mismo tiempo.

Aquella noche, ocho gramos de café fueron cuidadosamente repartidos en dos tazas, un ritual mecánico que adquiría un tinte casi ceremonial en la penumbra de su cocina. Rebeca se sobresaltó al escuchar el timbre del apartamento. Sospechaba que sería Alberto, presto a ofrecerle un consuelo envenenado por sus propios deseos. Las manchas en la nota parecieron cobrar vida, un reproche mudo del ausente que Rebeca no podía, ni quería, ignorar. Buck, su viejo retriever, agitó levemente la cola, pero estaba demasiado cansado por los años para recibir a nadie más que a su amo. Así que permaneció en el pasillo, observando a su dueña secar apresuradamente sus lágrimas antes de abrir la puerta.

La luz del vestíbulo reveló un rostro desprovisto de gracia, uno que pocos encontrarían digno de mucho. Sin embargo, allí estaba, más allá del umbral, aspirando acceder a un oasis de sensaciones que jamás hallaría en Rebeca. Ella lo tomó por el cuello, aferrándose a él como quien huye de un abismo de soledad, engañando al pobre infeliz que, en su ceguera, se creyó afortunado. No podía entender la enorme distancia que separa a quien celebra una presencia de quien, desesperado, la utiliza tan solo para escapar de una ausencia.

Secarse las lágrimas antes de abrir la puerta resultó tan inútil como intentar mantener las manos limpias en una mina de carbón. Al ver a Alberto, Rebeca rompió en llanto, sus sollozos incontenibles empaparon el saco del hombre con una tristeza que parecía no tener fin. Alberto sintió una amargura punzante al sostenerla, pues, en el fondo, consideraba a Manuel afortunado. ¿Acaso era un imbécil por no darse cuenta de que, en ese instante, era el único hombre capaz de sostener el cuerpo de una mujer como Rebeca? No, no lo era. Era dolorosamente consciente de que ella nunca lloraría así por él.

—¿Crees que lo supiera? —preguntó después de que ella, finalmente, se separara de su regazo tras un par de minutos de sollozos.

—No lo creo —respondió Rebeca, con la mirada perdida—. El lunes fue al súper muy temprano, trajo pan de almendras y desayunamos con una alegría que no recordábamos desde nuestro primer año juntos. De hecho, fue el día más feliz en nuestros cinco años, sin discusiones, sin pleitos. Pero su rostro cambió cuando le dije que lo amaba.

Alberto sintió sus entrañas retorcerse, pero se mantuvo inexpresivo, aunque con un interés que no podía disimular. Rebeca intentó leer alguna sorpresa en su amigo, había mencionado aquello con la intención de disipar cualquier esperanza que él albergara. Aunque no le mentía, el peso del arrepentimiento la golpeó por haber dirigido esas palabras hacia él. Estaba agotada de llorar y buscó refugio en el café, levantando la taza con manos temblorosas, como si el amargo líquido pudiera acallar el tumulto en su interior.

—Siéntate —ordenó él con voz firme—. Deja que te atienda.

Rebeca obedeció, su mirada perdida en el vacío, ignorando deliberadamente los sonidos que Alberto producía al preparar el café. Cada tintineo de la cuchara, cada movimiento preciso con el que intentaba demostrarle cuánto la conocía—una cucharadita de crema, media de azúcar, tres sacudidas del frasco de canela en polvo y cuatro vueltas exactas para revolver. Ella no vio nada de esto, pero Alberto no perdió la ilusión. Con devota precisión, le entregó la taza y esperó con ansias el momento en que ella diera el primer sorbo.

Lo hizo, y la primera sonrisa del día se dibujó en su rostro.

—Me conoces bien —admitió Rebeca—. No es tan difícil hacer el café como me gusta, pero solo tú recuerdas revolverlo solo cuatro veces. Nadie más ha logrado complacerme en esto como tú.

Como un mediocre que celebra un segundo lugar, Alberto aceptó aquello como una pequeña victoria sobre los innumerables pretendientes de Rebeca. Aún no había superado a Manuel, quien con su último movimiento parecía haberse adueñado para siempre del corazón de aquella exquisita musa. Mientras pensaba en ello, la idea le pareció, al principio, una jugada sucia, el camino fácil hacia una victoria segura. Pero, avergonzado de su envidia, reflexionó más profundamente y concluyó que Manuel merecía admiración. Había sacrificado más de lo que ganaba, renunciando a todo para ganarlo todo. Un acto que requería superar la más temible de las sensaciones: la incertidumbre.

"¿Si yo lo hiciera, podría eternizarme de igual forma en una porción del corazón de Rebeca?" se preguntó, pero ni siquiera pudo soportar la idea de no verla nunca más. Así que admiró a Manuel y, al mismo tiempo, sintió una punzada de resentimiento por tener que seguir fingiendo ser su mejor amigo.

Perdido en estos pensamientos, el café en sus tazas se enfrió, pero Rebeca, buscando consuelo, subió sus pies descalzos al sofá y recostó su cabeza en el hombro de su confidente. Alberto se sobresaltó de dicha con ese simple gesto, como si todo el sufrimiento valiera la pena por esos momentos fugaces de cercanía.

—Aún no lo entiendo —dijo Rebeca, con la voz quebrada—. Tan solo le dije que lo amaba.

Alberto se reservó sus pensamientos, sabiendo que cualquier comentario solo añadiría más peso a la situación.

—Para concluir el día —continuó ella, con una mezcla de nostalgia y tristeza— me llevó al puesto de Orlando. Sabía bien que prefiero un hot dog de siete mil pesos antes que una langosta de ciento treinta mil; con él, el día fue perfecto. Entramos al apartamento en medio de apasionados y violentos besos, y me hizo el amor hasta que el caos de los tres años previos pareció jamás haber existido.

—Puedes ahorrarte los detalles —reclamó Alberto, sin poder ocultar la molestia en su tono.

—Lo siento —se disculpó ella, consciente del dolor que esas palabras provocaban en su acompañante—. No quise incomodarte, pero solo así entenderás mi desconcierto.

—No te preocupes.

—Estábamos desnudos y agotados. Fue entonces cuando se lo dije.

—¿Y qué te respondió?

—No dijo nada, su expresión cambió, y yo caí en un sueño profundo. Desperté un par de horas después y encontré su nota.

Rebeca rompió en llanto de nuevo, y Alberto, incapaz de hacer algo más, acarició su cabello con delicadeza. Preocupado por su dueña, Buck levantó su pesada cadera y se acercó a la pareja, moviendo la cola en un intento de apaciguar el dolor que flotaba en el aire. Rebeca dejó que sus manos sirvieran de almohadilla para la cabeza del perro, y ambos rieron ligeramente por la inesperada empatía del viejo canino. Aquella risa, aunque breve, fue un pequeño respiro en medio del tormento que los envolvía, un instante efímero de alivio en medio de la incertidumbre y el desasosiego.

—He sido una egoísta —dijo Rebeca, enderezándose después de recuperar la compostura—. Manuel decía que eras como su hermano. ¿Tú cómo te sientes?

Alberto mintió diciendo que se sentía abatido, pero en realidad quería decirle que se sentía avergonzado del ser que realmente era. Indolente, aliviado por tener ahora el camino libre para llegar a su corazón. Consciente de que Manuel era un mejor hombre, y aunque Rebeca no siempre fuera coherente, sabía que ella lo preferiría. Mientras pensaba en su verdad, Alberto descubrió que ahora enfrentaba un obstáculo aún mayor a pesar de su nueva y aparente oportunidad.

—¿Ya encontraron el cuerpo? —preguntó, evadiendo la cuestión.

—Aún no —respondió ella, con un suspiro cargado de dolor—. Pero por la cantidad de sangre es imposible que esté vivo. Sin duda el río se lo llevó consigo.

La nota todavía reposaba sobre la mesa, con tres pequeñas manchas de café. De ella, Rebeca solo recordaba el inconcebible primer párrafo que anunciaba una despedida. Había dejado de leerla la primera vez que la encontró, saliendo aquella madrugada desesperada en busca de su esposo, solo para hallar, en un solitario puente, nada más que un anillo reposando en el barandal. Sus ojos se fijaron en el papel mientras Alberto seguía acariciando su cabello, pero no se atrevía a leerla por completo, temiendo que todo fuera culpa suya. Sin embargo, no dejaba de repetirse una y otra vez: “Solo dije que lo amaba”.

La frase resonaba en su mente, una y otra vez, como un eco que se negaba a desvanecerse. ¿Cómo pudo algo tan simple desatar una tragedia tan profunda? La idea de que sus palabras, pronunciadas con sinceridad y afecto, hubieran precipitado el terrible desenlace, era una carga que Rebeca no sabía si podría soportar. La nota parecía cobrar vida, atrayendo su mirada como si en su interior guardara la respuesta a todas las preguntas que la atormentaban. Pero el miedo la mantenía inmóvil, el temor a confirmar sus peores sospechas, a descubrir que aquellas palabras de amor habían sellado el destino de Manuel de manera irrevocable.

—Quizás lo sabía —repitió Alberto, su voz se teñia de amargura. Rebeca se enfureció, levantándose con violencia.

—¡Pero qué estupideces dices! —gritó, con una mezcla de rabia y desesperación—. No lo sabía, y de haberlo sabido, no hubiésemos sido tan felices aquel día.

—¿Entonces por qué otra razón lo habría hecho? Lo tenía planeado, más de uno lo haría. Nadie soportaría descubrir que su amada y su más fiel amigo...

—¡Cállate! —exclamó Rebeca, interrumpiéndolo con una bofetada que resonó en la habitación.

Alberto respiró profundamente, el impacto de la bofetada exacerbó su frustración, alimentando una ira que parecía a punto de desbordarse. Apretó el puño, y una insoportable energía se anudó en su garganta. Rebeca retrocedió un paso, cubriendo sus labios con una mano, consciente de lo que creía que podría estar por venir.

Pero Alberto no dio el paso final. Por más que la furia lo consumiera, no podía cruzar esa línea. Realmente la amaba. Quizás, en algún momento, había confundido ese amor con simple codicia, con un deseo de poseer lo que no podía tener. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, sabía que sus sentimientos iban mucho más allá. La amaba de una manera que lo atormentaba, una manera que le había hecho mantener su amistad con Manuel solo para poder estar cerca de Rebeca. Ahora, enfrentado a la posibilidad de perderla para siempre, comprendía que ese amor, en lugar de ser su salvación, podría ser su condena.

Rebeca lo miraba, con los ojos aún llenos de lágrimas, pero ahora también con un destello de miedo. Alberto relajó su mano y dejó que la ira se disipara, reemplazada por una profunda tristeza. El golpe que no dio, en cierto modo, lo hirió más que cualquier otro. Supo entonces que, por mucho que quisiera culpar a otros, al final, él también era parte de la tragedia que ahora los envolvía.

—¿Por qué nos haces esto? —gritó, su voz se cargaba de dolor y desesperación.

—No hago nada, Alberto. Solo pasó una vez, y me prometiste que no le daríamos trascendencia, que seguiríamos siendo amigos —respondió ella, intentando mantener la compostura.

—Sabes que solo fingíamos. Sé que me deseas, como yo a ti —replicó él.

—Alberto, será mejor que te marches —sentenció Rebeca con tono firme, pero quebrado por la angustia.

En lugar de obedecer, Alberto la besó por la fuerza. Rebeca no opuso resistencia; ambos cruzaron el umbral de la moralidad, dejando la nota de Manuel abandonada en la mesa. Se dirigieron a la habitación, donde sus cuerpos se unieron en un acto de desesperación y deseo. En ese momento, ambos parecieron olvidar a Manuel, entregándose a una pasión que más que alivio, les trajo una nueva forma de tormento.

Alberto la poseía con una intensidad nacida del miedo, el miedo de perderla, de que Manuel pudiera convertirse en un mártir, un fantasma inalcanzable en el corazón de Rebeca. Pero en medio de ese frenesí, mientras sus cuerpos se agotaban, la verdad comenzó a revelarse. Sus ojos se encontraron, y en sus miradas descubrieron algo más profundo que el placer: la culpa, dilatada en sus pupilas, se hizo tangible.

"Mentira", pensó Alberto, una palabra que resonaba en su mente como un eco implacable. Su amistad con Manuel había sido una mentira, como lo era la creencia de que Rebeca lo recordaría siempre. También era mentira que el sacrificio más extremo podría asegurarle un lugar en su corazón. La mentira se enredaba en su mente, sofocando cualquier resquicio de esperanza.

Rebeca, sin darse cuenta del tormento que devoraba a Alberto, acarició su rostro con ternura. Un gesto que, con los ojos vendados, lo habría hecho levitar de alegría. Pero ahora, con los ojos bien abiertos, el contacto de sus dedos le quemaba más que la bofetada que ella le había dado antes. Rebeca tomó aire, preparándose para decir algo que Alberto había anhelado escuchar durante años, pero que en ese momento ya no quería oír.

—Te amo —susurró ella.

El rostro de Alberto se endureció, reflejando el mismo terror que había visto en Manuel cuando esas palabras fueron pronunciadas. Rebeca, al ver la expresión de Alberto, comprendió que algo estaba terriblemente mal. La expresión de Manuel, antes de desaparecer, se repetía ahora en el rostro de su amante. Un escalofrío recorrió su cuerpo, entendiendo que las palabras que había dicho, tan cargadas de amor, habían convertido a ambos hombres en algo que no reconocían.

Alberto, intentando ocultar su propia angustia, comenzó a frotar suavemente el cabello de Rebeca, como si ese gesto pudiera calmar el torbellino de emociones que los consumía. Rebeca, agotada tanto física como emocionalmente, cayó en un sueño profundo, mientras Alberto se quedaba solo con sus pensamientos.

Entendió entonces que Manuel no había saltado por ella, sino por él mismo. Porque esas dos palabras, tan dolorosas y envueltas en artimañas, lo habían transformado en un monstruo que no reconocía. Ahora, Alberto veía claramente que la única escapatoria a ese dolor era aceptar la verdad, por más devastadora que fuera: peor que no ser amado es convertirse en un monstruo por un amor falso.

Unos pasos cansados resonaron en el suelo de madera, haciendo crujir las tablas y despertando a la mujer, que yacía desnuda en la penumbra. Al abrir los ojos, creyó ver a Alberto de pie en el marco de la puerta. Con voz entrecortada, le preguntó por qué se marchaba. Al aguzar la vista, el terror se apoderó de ella al descubrir la figura espectral de Manuel, quien sostenía en su mano la nota fatídica, mientras una sonrisa tranquila se dibujaba en sus labios. Rebeca giró rápidamente la cabeza hacia el otro lado de la cama, y al encontrarlo desierto, el horror la invadió. No le llevó mucho tiempo comprender el destino que aguardaba a su último amante, y un grito sofocado de dolor emergió de lo más profundo de su ser.

—¿Por qué? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta; sabía que Alberto no tendría la misma suerte que Manuel.

—¿Aún no lo comprendes? —respondió Manuel, su voz estaba rota, su semblante evidentemente maltrecho—. Porque dijiste que lo amabas y él descubrió que todo era mentira.

El eco de aquellas palabras reverberó en la habitación, cargado de una tristeza insondable. Manuel, una sombra del hombre que había sido, se desvaneció lentamente, dejando tras de sí un vacío insondable en el alma de Rebeca, que ahora comprendía, en toda su cruel magnitud, el precio de sus engaños.

 

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