El espejo de los anhelos perdidos
El espejo de los anhelos perdidos
Camilo Botero Sierra
Las luces del
automóvil anunciaron su llegada; Apolo, fiel como siempre, ya ladraba frente a
la puerta del garaje mucho antes de que cualquier señal perceptible lo hubiera
alertado. Kevin, sumido en las últimas líneas de aquella historia de fantasmas
de Charles Dickens, no pudo evitar esbozar una sonrisa al reconocer en el
relato un eco distante de su propia esposa. Ella, con su habitual impaciencia,
bien podría haber sido un espíritu en vida, siempre esperando que las puertas
se abrieran a su voluntad. Los segundos que Kevin dedicó a terminar la lectura
parecieron alargarse, convirtiéndose en una afrenta segura. Sabía que su
demora, por breve que fuese, no pasaría inadvertida; en su mente ya escuchaba
el suave reproche que llegaría con su entrada.
Tal como lo
anticipó, Rachel le dirigió esa mirada reprobatoria, cargada de una
exasperación que sugería que había pasado horas aguardando en el vehículo.
Kevin intentó ignorarla, aunque su esfuerzo fue en vano; su mente, siempre
dispuesta a la ironía, no pudo evitar murmurar con un dejo de resentimiento:
"Si tanta prisa tiene, bien podría abrir ella misma." Acostumbrado ya
a estas escaramuzas cotidianas, se desembarazó rápidamente de cualquier emoción
desagradable. En su lugar, un alivio sutil se instaló en su pecho al recordar
que, al menos, aún llegarían a tiempo para la cena de Navidad en casa de sus
padres.
El saludo fue tan
seco como mascar una caja de cartón, una formalidad tan vacía como el gesto
mismo. Para Kevin, el orden tenía su importancia; el beso debía preceder
cualquier otra acción. Pero Rachel veía las cosas de manera distinta: cuanto
antes él la ayudara a bajar sus cosas del auto, más pronto podría dedicarle su
atención. Kevin, una vez más, no objetó, aunque su mente, siempre dispuesta al
reproche silente, murmuró nuevamente. Sin embargo, como cada día, halló
consuelo en su propia indulgencia, recordándose que el caos del tráfico podía
quebrantar los nervios del más paciente de los hombres.
La rutina
transcurrió sin alteraciones, mientras el incansable Apolo continuaba dando
saltos y repartiendo afecto. Kevin no pudo evitar sentir una punzada de envidia
al observar cómo su fiel amigo conservaba su alegría, a pesar de los fríos
empujones con los que Rachel lo rechazaba. Ese día, en particular, Kevin se
sorprendió al considerar que, de alguna extraña manera, el señor Scrooge había
escapado de las páginas de la historia para apoderarse del cuerpo de su esposa.
"¿Por qué no pudo haber sido el amable anciano del final?", se
preguntó, con una mezcla de frustración y humor resignado.
Con apenas tiempo
para vestirse, ambos seleccionaron sus atuendos, ni demasiado informales ni
excesivamente conservadores; un delicado equilibrio que reflejaba su intención
de no desentonar. Para entonces, Rachel había recobrado la amabilidad y el
encanto de la mujer de la que Kevin se había enamorado, y por un instante
lamentó en silencio la injusticia de sus pensamientos anteriores, aunque la
penitencia no duró mucho. Entre las tradiciones navideñas de la familia, la más
preciada era la quema de tarjetas en una gran hoguera, cada una portando deseos
secretos que nunca serían pronunciados en voz alta. Justo después de la cena,
el tío Karl, siempre el maestro de ceremonias, convocó a todos los
presentes—una reunión considerable, con al menos cuarenta invitados—alrededor
del fuego crepitante. Jhon, su sobrino de doce años, pidió unos momentos
adicionales; la indecisión lo mantenía prisionero, incapaz de elegir el deseo
perfecto.
El momento
finalmente llegó. Uno tras otro, los presentes entregaron sus anhelos a las
llamas; los más jóvenes con esperanza, otros con una sombra de incertidumbre.
Kevin, como siempre, lo hizo con resignación, más por respeto a la tradición
que por alguna fe genuina en su eficacia. Sin embargo, Rachel captó su
atención. Con los ojos cerrados y el papel apretado entre sus manos, lo llevó
al pecho con una devoción que parecía casi sacra, como si en ese gesto
imprimiera su más profundo deseo. Luego, con una tristeza que Kevin no pudo
comprender del todo, lo arrojó al fuego y se retiró en silencio, como si ya
supiera que su anhelo estaba destinado a no cumplirse.
Todos celebraron, y
como era habitual, el amable abuelo cerró la noche mareado por las innumerables
copas de vino que había disfrutado. Uno a uno, los invitados se retiraron a sus
dormitorios, y el último en hacerlo fue Kevin, quien apuraba su copa frente a
las cenizas, absorto en la inquietante pregunta de cuál habría sido el deseo de
su esposa. Como si el viento hubiese leído sus pensamientos, un papel, apenas
chamuscado en una esquina, fue arrojado a sus pies. Kevin lo recogió, y al leer
las palabras escritas, sintió cómo un frío glacial recorría su cuerpo:
"Desearía nunca haberme casado."
Esa noche, Kevin se
fue a la cama con el corazón a punto de detenerse. El sueño le fue esquivo, y
sus pensamientos se convirtieron en una maraña de inquietudes. De repente, una
figura apareció en el reflejo del espejo que colgaba tras la puerta. Desesperado,
escudriñó la habitación, completamente alterado. "¡¿Quién eres?!"
gritó con voz temblorosa, pero solo el silencio le respondió. La angustia lo
llevó a intentar despertar a Rachel, pero pronto descubrió, con horror, que él
mismo se había convertido en un espectro. Por más que intentó encontrar a la
figura en la habitación, se dio cuenta de que solo existía en el espejo, un
reflejo sin cuerpo que no ocupaba espacio alguno en el mundo tangible. Pronto,
la figura en el espejo le habló con voz calma: "Tranquilo, acércate."
Con el corazón acelerado, Kevin se aproximó con cautela, incapaz de resistir la
misteriosa atracción de la figura.
—No, no estás loco
—dijo el reflejo, anticipando el temor que embargaba al hombre asustado—. Soy
un ángel bromista, y en esta época del año, muchos piden deseos insensatos. Yo
me divierto haciendo algunas bromas para que se den cuenta de su propia ineptitud.
He notado que tu esposa ha sido la elegida para mi travesura, así que cumpliré
su deseo.
—¿Pero qué estás
diciendo? —protestó Kevin—. Si haces eso, me destruirás.
—No tienes de qué
preocuparte —respondió el ángel con una sonrisa burlona—. Siempre se
arrepienten. Pronto ella despertará y notará tu ausencia. Mientras tanto, me
acompañarás y observaremos cómo reacciona. Te aseguro que es bastante
divertido.
Todo esto le resultó
a Kevin inquietantemente familiar, aunque en una forma insólita. El viejo libro
de Navidad que había dejado en casa despertó en él una sensación de
desasosiego. Rachel despertó, y sin siquiera estirar los brazos, pronto se dio
cuenta de que su habitación era idéntica a la de su hogar materno. Mientras el
ángel se reía con una diversión traviesa, Rachel corría de un lugar a otro,
tratando desesperadamente de comprender lo que sucedía. A pesar de lo
inverosímil de la situación, no tardó en darse cuenta de que su deseo se había
materializado, y el desconcierto fue palpable en cada rincón de su búsqueda. Arrepentida,
Rachel tomó un taxi, aún vestida con su pijama y envuelta únicamente en una
cobija para protegerse del frío. Se dirigió a la casa que compartía con su
esposo, y al llegar, respiró aliviada al ver a Apolo. Sin embargo, el alivio
pronto se tornó en desgarradora decepción cuando el perro la ignoró por
completo. Evitándola con desdén, incluso le gruñó, y el día se tornó más
tormentoso que el mismo infierno en su desesperada súplica. Mientras Kevin
observaba atónito desde el espejo, la noche avanzó y Rachel, exhausta, continuó
intentando deshacer el hechizo en una última y desesperada tentativa.

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